Las últimas prisioneras de los nazis en América Latina

La última sede de la prestigiosa Galería Wildenstein en Argentina está en una de las zonas más importantes y concurridas del centro de Buenos Aires: Avenida Córdoba 618. Esta reemplazó aquella que tuvieron a pocos metros, en el número 914 de la calle Florida, que por mucho tiempo reunió a lo más selecto del mundo del arte en ese país latinoamericano.

 

Allí se alojó o se sigue alojando la Galería Wildenstein. Es difícil determinarlo porque aún aparece registrada en las guías, porque conserva su fachada con el apellido de una de las dinastías de marchantes de arte más tradicionales, porque siguen llegando recibos de servicios públicos a nombre de Wildenstein Arte S.A. Comercial de Arte Pictórico y porque, aunque con las puertas cerradas desde hace más de dos décadas, de manera sagrada alguien va cada semana a hacer aseo en el local y es frecuente el mantenimiento exterior del edificio.

 

Este lugar fue en 2009 epicentro de varias pesquisas oficiales tras un anónimo que llegó a las autoridades, en el que se aseguraba que “en su interior permanecen obras pictóricas por las cuales fueron confiscadas ilegalmente por los nazis a los judíos europeos” (sic). Al poco tiempo el denunciante salió del anonimato: se trataba del ciudadano argentino Miguel Lawrence, quien decidió ampliar su testimonio.

No es la primera vez que el prestigioso apellido Wildenstein  queda en medio de una controversia por su posible relación con el arte robado por los nazis.

En las declaraciones juradas que hizo ante las autoridades, Lawrence se remitió al año 1973, mencionó al gerente de la Galería (Lupo Stein) y a uno de sus amigos íntimos (André Spery) y dijo haber visto en casa de este último varios cuadros “que eran de museo”, firmados por Cézanne, Boudin, Vlamick, Bonnard y Dufy, entre otros artistas reconocidos. A la galería le quedaban en ese momento pocos años en la calle Florida. Ver documento

 

Lawrence, quien aseguró ser testigo de excepción de lo que narraba, explicó que sabía que el depósito de la primera sede estaba en el sótano, mientras el de la galería de la Avenida Córdoba estaba en el primer piso. También resaltó lo sospechoso de que a pesar de haber sido abandonada le hicieran un cuidadoso mantenimiento, pues según él, por esos días la fachada acababa de ser pintada.

 

No tenía mucho sentido, pensaba Lawrence, que la reputada familia de coleccionistas prescindiera de su único negocio en América Latina, con el prestigio internacional que acumulaba para entonces. En ese momento, Wildenstein & Co. ya había formado el emporio que aún hoy conserva: galerías en Nueva York, Londres y Tokio, además de un instituto de investigación artística en París, que funciona como organización sin ánimo de lucro. Hoy, además, administran en sociedad la famosa Pace Gallery, de las más importantes de arte contemporáneo en el mundo, que cuenta con ocho sedes repartidas entre Nueva York, Menlo Park (California), Beijing, Hong Kong y Londres.

 

Para este reportaje se buscó a Lawrence en Buenos Aires y en el último domicilio registrado informaron que había muerto hace tres años. También a través de numerosos mensajes al correo institucional de la Galería Wildenstein se buscó en varias oportunidades tener contacto con algún miembro de la familia, para conocer su versión, pero no fue posible obtener una respuesta.

 

Por su parte, la causa judicial, que llegó a manos del reconocido juez federal Norberto Oyarbide, nunca progresó. Seguramente jugó en contra la debilidad de la extemporaneidad (denunciaba hechos que habían ocurrido hacía 30 o 40 años), lo que hacía que para la justicia fuera muy difícil investigar si efectivamente había obras robadas por los nazis en el local de los Wildenstein en Buenos Aires y muy difícil de creer que si así fue, se mantuvieran en el sitio

 

Sin embargo, este hecho que no dejaría de ser un episodio aislado adquiere relevancia cuando se sabe que no es la primera vez que este prestigioso apellido queda en medio de una controversia por su posible relación con el arte robado por los nazis.

 

Los bemoles de la poderosa estirpe Wildenstein comienzan hacia finales de la guerra y continúan en la inmediata posguerra. El apellido aparece primero mencionado en varias comunicaciones enviadas y recibidas en el primer semestre de 1944, interceptadas luego por los Aliados. Ver documento

 

Más adelante, en los años 60, la galería Wildenstein de París fue cerrada temporalmente, luego de que el escritor y entonces ministro francés de Cultura, André Malraux, acusó al jefe de la familia de sobornar a un alto funcionario para que permitiera la exportación de la pintura ‘El adivino’ de Georges de La Tour. Sin embargo, nunca se presentaron cargos contra Wildenstein & Co. ni contra algún miembro de la dinastía.

 

En 1995, tras casi 10 años de trabajo, el reconocido periodista puertorriqueño Héctor Feliciano publicó “El museo desaparecido: la conspiración nazi para robar las obras maestras del arte mundial”, un libro que se ha convertido en la investigación más completa sobre el tema y que ya ha permitido encontrar miles de obras, posteriormente restituidas a sus legítimos dueños.

 

La familia Wildenstein no es la protagonista del libro y sólo es mencionada tangencialmente (la investigación está centrada en el robo completo de las grandes colecciones de arte de Paul Rosenberg, los Rothschild, los Schloss, los Bernheim-Jeune, David Weill, Alphonse Kahn y Fritz Gutmann), pero allí queda planteado que a pesar de sufrir con la política de saqueo y de ser judíos y haber tenido que huir a Estados Unidos, los Wildenstein no se vieron obligados a cerrar su galería en París durante la guerra (como las demás familias) y siguieron enriqueciéndose con el comercio de cuadros adquiridos o vendidos por marchantes, que luego fueron plenamente identificados como nazis o autorizados por el régimen, aunque no pudiera comprobarse que las obras habían sido efectivamente robadas o confiscadas.

 

Uno de esos art dealers era Karl Haberstock -célebre por ser uno de los principales asesores de arte de Hitler-. Los lazos entre él y los Wildenstein también aparecen registrados en el libro “Herman Goering and the Nazi Art Collection”, de Kenneth D. Alford (2012). Ver documento.

 

Se ha documentado, por ejemplo, cómo cuando la ERR (agencia creada especialmente para localizar y robar las obras de arte de los judíos en los territorios ocupados) llegó a la sede de la galería en el palacete del #57 de la Rue de La Boétie, en París, Roger Dequoy (encargado por los Wildenstein de administrar el negocio) tuvo el privilegio de negociar con funcionarios franceses del gobierno colaboracionista y no directamente con los alemanes, mucho más difíciles y exigentes; además, logró esconder varios cuadros de Renoir, Manet y Goya, mobiliario del siglo XVIII y tapices. Ver documento.

 

Cuando los nazis se enteraron que esas piezas estaban guardadas en cajas fuertes, reclamaron como ocupantes su derecho de compra sobre todas ellas pero Dequoy, previendo que le pagarían mucho menos de lo que realmente costaban, alcanzó a sustituirlas por algunas menos valiosas, según los documentos desclasificados y la investigación de Feliciano.

 

Entre otras cosas, se demostró luego que durante la guerra, Dequoy, aliado con marchantes cómplices de los nazis, también se dio a la búsqueda de los cuadros de la Colección Schloss, una de las más deseadas por Hitler y por Goering, que para la época estaba avaluada en unos 12 millones de dólares. Y se comprobó cómo el 26 de enero de 1944 llegaron a la antigua casa de los Wildenstein en París, 52 obras modernas que Dequoy tenía la intención de intercambiar con los alemanes por sólo siete cuadros de arte germanizado que eran del total gusto del Führer.

Ver documento.

 

En 1996, los herederos de Alphonse Kahn, importante coleccionista y marchante judío, cuya enorme colección fue robada y desperdigada por todo el mundo, se enteraron de la existencia de ocho manuscritos medievales robados e inventariados por los nazis a cargo de las confiscaciones durante la guerra, con la numeración 879 al 886 antecedida por las letras “ka” (iniciales de Kahn Alphonse). Tras el fin del conflicto, y mientras aparecían sus legítimos dueños, los valiosos manuscritos fueron entregados a la Biblioteca Nacional de Francia, que en 1952 se los dio a Georges Wildenstein, luego de que éste los reclamara como propios y asegurara que era a él a quien le habían sido robados.

 

Según la investigación de Feliciano, los herederos de Kahn solicitaron entonces a los Wildenstein los ocho manuscritos, que aún tenían las letras “ka” y los números consecutivos, escritos en lápiz rojo, pero en una primera respuesta, Guy afirmó que su abuelo Georges se los había comprado a Alphonse Kahn mucho antes de que estallara la guerra y que habían sido robados por los alemanes de la Galería Wildenstein de la Rúe de La Boétie y luego, devueltos a su familia.

 

Lo curioso es que justo cuando comenzó el juicio, en 1997, los Wildenstein pusieron a la venta los manuscritos. Además, la declaración de Guy se contradijo con la de su padre, Daniel, quien más adelante calificó de broma de mal gusto que después de 50 años alguien viniera a reclamar algo que supuestamente le pertenecía y juró que los manuscritos habían sido comprados a los Kahn no por Georges sino por su abuelo Nathan, entre 1903 y 1914. Sin embargo, Daniel nunca tuvo cómo comprobar que dichas transacciones se hubieran realizado.

El prestigio internacional de la familia Wildenstein en el mundo del arte se consolidó hacia los años 70 del siglo pasado, con galerías en Nueva York, París, Londres, Buenos Aires y Tokio.

Por si fuera poco, en 2011 la Academia de Bellas Artes de Francia -la misma en la que alguna vez tuvieron asiento privilegiado Georges y Daniel Wildenstein- demandó a la dinastía por la desaparición de un cuadro impresionista de Berthe Morisot, encontrado en el tercero de los allanamientos realizados ese año por las autoridades francesas al Instituto Wildenstein de París como parte de una investigación por presunto lavado de dinero y evasión de impuestos.

 

El cuadro hacía parte de la colección de Anne-Marie Rouart, quien antes de morir, en 1993, donó parte de sus obras y de sus propiedades a la Academia por consejo de Daniel Wildenstein. Sin embargo, de uno de los apartamentos que no donó sino que le heredó a su familia desaparecieron cerca de 40 cuadros -de Manet, Degas, Corot y Morisot, entre otros-, varios de los cuales fueron hallados en Suiza en 1997 o, directamente, en la sede del Instituto Wildenstein. Según Guy Wildenstein, el hecho de que uno de los cuadros perdidos de Morisot que le pertenecían a la familia Rouart hubiera aparecido en la sede de su emporio en París era un simple error y no había mala fe en ese acto. El argumento de Guy era que una obra suele pasar por muchas manos y es prácticamente imposible establecer con exactitud todo el recorrido, desde que sale del taller de un artista hasta que llega a una galería o un museo, varios años o siglos más tarde.

 

Para completar, en 2012, los herederos de Max Heilbronn -comerciante francés fundador de Galerías Lafayette, que murió en el campo de concentración de Buchenwald en 1944- también demandaron a los Wildenstein, alegando que tenían uno de los Monet que los alemanes le habían robado a Heilbronn durante la guerra.

 

La ironía es que la pista con la que pudieron jalar la pita se las regaló, precisamente, el conjunto de cinco tomos que componen el catálogo razonado de la obra de Monet, escritos por Daniel Wildenstein y tomados por muchos como la mejor herramienta para verificar la autenticidad de los trabajos del famoso artista. En uno de ellos se especificaba que el cuadro ‘Torrent de la Creuse’ que Monet pintó en 1889 y había pertenecido a Heilbronn, había llegado en 1996 a manos de un coleccionista privado estadounidense, anónimo. A partir de ahí, se le perdía el rastro.

 

El famoso cuadro ‘Torrent de la Creuse’, que Claude Monet pintó en 1889, también fue objeto de discordia entre los herederos de un comerciante víctima del nazismo y la familia Wildenstein, en 2012.Wikimedia Commons

“Creyendo que matando al mensajero mataban el mensaje”, como alguna vez lo explicó el mismo Feliciano, en 1998 los Wildenstein demandaron en Francia al periodista por daños y perjuicios por sus hallazgos periodísticos. Según los miembros de la dinastía, habían perdido millones de dólares por culpa de los vínculos que en el libro se trazaban entre Georges y algunos marchantes nazis. Cinco años después, tras pasar por tres tribunales que siempre le dieron la razón al puertorriqueño, la mismísima Corte Suprema de Francia falló en contra de los Wildenstein, los multó y archivó el caso.

 

Cinco generaciones de marchantes

 

No es fácil hacerse un nombre en el competitivo y cerrado mundo del arte, ganarse el respeto toma tiempo y mucho trabajo. De ahí el peso que adquiere la tradición hasta convertirse en una dinastía, que es lo que han hecho los Wildenstein.

 

En 1875, Nathan (1852-1934), hijo de un rabino, abrió una pequeña galería en la Rue de La Boétie de París, donde comenzó vendiendo pinturas, esculturas y dibujos del siglo XVIII. Pronto, se hizo experto en arte flamenco, holandés, español e italiano, su fama creció en todo el país y se reveló pequeña la galería ubicada en el corazón de la capital francesa, por lo que en 1903 abrió otra sede en Nueva York, en plena Quinta Avenida (ya intuía, visionario, que por allí pasaría buena parte del comercio de arte décadas más adelante). Para 1925, ya había abierto también una sede en Londres.

 

Fue Georges Wildenstein (1892-1963, derecha), de la segunda generación, quien consolidó el imperio que comenzó a construir su padre Nathan, en una pequeña galería ubicada en París.Wikimedia CommonsEl negocio y la reputación crecían como espuma, pero fue su hijo Georges (1892-1963) quien vino a consolidar el imperio de la familia. Fanático del arte francés, historiador, escritor y marchante, Georges Wildenstein fundó en Francia la revista Art, dirigió la famosa Gazette des Beaux-Arts y fue miembro de la Academia de Bellas Artes. Entre otros, a él se deben los catálogos razonados que recogen la obra completa de Paul Gauguin, Maurice Quentin de La Tour, Jean-Honoré Fragonard, Louis Moreau, Édouard Manet y Jean-Auguste-Dominique Ingres, de consulta obligada hoy todavía.

 

En 1923, Georges se asoció con el marchante francés Paul Rosenberg para promover a un tal Pablo Picasso, aunque la sociedad entre ambos fue disuelta de manera abrupta en 1930, por razones que tal vez nunca se conozcan. Rosenberg tuvo que huir y refugiarse en Estados Unidos y su vasta colección, de las mejores y más completas de Europa, compuesta por miles de obras de todo tipo, fue íntegramente robada por los alemanes.

 

Pero además, los legendarios archivos fotográficos y la colección de más de 200 manuscritos de los que hace alarde la familia Wildenstein se empezaron a reunir bajo el liderazgo de Georges. Y fue él quien labró la prolífica e intrincada relación que aún hoy mantienen los miembros de la dinastía con algunos de los museos, galerías y casas de subastas más reconocidos del mundo. Para 1939, antes de que estallara la guerra, la Galería Wildenstein había adquirido un gran prestigio, sobre todo por vender pinturas y esculturas de grandes maestros europeos de los siglos XVI, XVII y XVIII, así como lo mejor del arte moderno, que ya había conquistado a varios círculos. Ver documento.

 

Durante el ‘mandato’ de Georges se intensificaron también los lazos con América Latina, especialmente con Argentina, donde abrió una nueva sede de la galería en 1941 (la de la neurálgica calle Florida), y con Brasil.

 

Es conocida la relación entre el marchante de arte y Francisco de Assis Chateaubriand Bandeira de Melo (más conocido como Assis Chateaubriand), a quien varios historiadores califican como el hombre más influyente del gigante suramericano en la segunda mitad del siglo XX, periodista, escritor, empresario, político. El 2 de octubre de 1947, Chateaubriand fundó el Museo de Arte de São Paulo (MASP), en buena medida gracias a que Wildenstein se convirtió en uno de sus principales donantes y proveedores, con obras fundamentales de Goya, El Greco, Delacroix, Mantegna, Monet, Renoir, Degas y Cézanne, entre otros, vendidas con precios y condiciones de pago muy favorables, que no daba a instituciones de ese tipo en otras latitudes.

 

Según el periodista brasilero Fernando Morais, la amistad entre ambos nació en los años 40, cuando Chateaubriand comenzó a viajar con frecuencia a Europa para buscar obras que pudieran servirle al proyecto de museo que tenía en mente y que finalmente creó junto con el escritor y coleccionista italiano Pietro Maria Bardi. En “Chatô: o rei do Brasil” el libro biográfico realizado por Morais, se narra la anécdota de cuando Georges Wildenstein quedó fascinado el día que le presentaron a Chateaubriand, pues “quería hacer en Brasil un museo igual de grande al Louvre”.

 

Más adelante, fue gracias a Wildenstein que el fundador del MASP supo de la existencia de dos esculturas de una de las series de bailarinas de Edgar Degas, que estaban a la venta en una galería de Londres. Al llegar, descubrieron que no eran dos sino más 50 esculturas pertenecientes a la misma serie. Tras examinarlas, Daniel, hijo de Georges y quien los acompañó en el viaje, le preguntó al brasilero si quería llevar la más pequeña o tal vez la más grande. La respuesta de Chateaubriand fue preguntarle al dueño de la galería por el precio de toda la colección y, cuando este le dijo que valía 45 mil dólares, ordenar que se las empacaran todas, con mucho cuidado.

Durante el ‘mandato’ de Georges Wildenstein se intensificaron los lazos con América Latina, especialmente con Argentina, donde la dinastía abrió una nueva sede de la galería en 1941 (la de la neurálgica calle Florida), y con Brasil, país de uno de sus grandes amigos: Assis Chateuabriand, fundador del Museo deArte de Sao Paulo.

Sede actual de la Galería Wildenstein en el Upper East Side de Nueva York.Wikimedia CommonsComo era de esperarse, Daniel Wildenstein (1917-2001), hijo de Georges, heredó el gusto por el arte y por los negocios. Reemplazó a su padre como director de la galería y de la Gazette des Beaux-Arts y en 1970 fundó en París, junto con su hermana, el Instituto Wildenstein, dedicado al estudio e investigación de temas relacionados con la historia del arte y que hoy conserva una de los más completos acervos bibliográficos sobre el tema, con cerca de 400.000 referencias. Fue Daniel quien abrió una sede de la galería en Tokio, antes de que se consolidara el mercado asiático del arte, y quien entre 1974 y 1991 escribió los cinco tomos que hoy componen el catálogo de pinturas y dibujos de Claude Monet, además de haber apoyado la investigación y posterior publicación de los catálogos razonados de François Boucher, Théodore Géricault, Gustave Courbet, Diego Velásquez y Édouard Vuillard, entre otros. Por si fuera poco, fue por iniciativa suya que en 1993 se forjó la alianza con la Pace Gallery.

 

Daniel Wildenstein tuvo dos matrimonios. Del primero nacieron Alec (1940-2008) y Guy (1945), que ahora lleva junto con su hijo David (1980) la batuta del emporio creado por su bisabuelo Nathan, allá lejos, en el siglo XIX. Del segundo matrimonio no quedaron hijos, pero si una viuda que les dejó no pocas causas judiciales abiertas.

 

Hoy, Wildenstein & Co. tiene su sede principal en un elegante edificio de cinco pisos ubicado en el número 19 de la East 64th Street, en el Upper East Side de Nueva York, y se precia de haber tenido como clientes, durante cinco generaciones, no sólo a decenas de museos y galerías del mayor prestigio, sino a coleccionistas privados y mecenas del arte como Calouste Gulbekian, el barón Edmond de Rothschild, Benjamin Altman, Henry Ford II, Assis Chateaubriand, John Hay Whitney, Nelson Rockefeller, Walter Chrysler Jr. y John Paul Getty. En la página web del emporio se lee que “algunas de las grandes obras maestras que hoy se exhiben en museos y fundaciones de Europa, Norte y Suramérica, pasaron en algún momento por las manos” de esta estirpe.

 

 

Víctimas en la Segunda Guerra

 

Las controversias que giran alrededor de los Wildenstein tiene sobre sí un hecho que pareciera debilitar cualquier acusación, pues fueron víctimas de la guerra. Era Georges el jefe de la familia cuando ésta sufrió la confiscación de varias obras de su colección en mayo de 1940, en una Francia ocupada por los alemanes. La política nazi de robo sistemático de arte en toda Europa se había intensificado ese año y sobre todo en ese país, víctima de los mayores saqueos de bienes artísticos y culturales por parte del Tercer Reich.

 

De acuerdo con las fichas elaboradas por los investigadores de los Aliados tras el final de la guerra, fue el mismísimo Hitler quien ordenó al barón Kurt von Behr, jefe de la Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg (ERR) en Francia, que buscara los bienes que los Wildenstein habían guardado en el Castillo de Sourches, ubicado en el noroeste del país. La ERR fue la agencia creada especialmente para localizar y robar las obras de arte de los judíos en los territorios ocupados. Ver documento

 

Según esos documentos desclasificados, que hoy se encuentran en los Archivos Nacionales de Estados Unidos, entre las obras confiscadas a los Wildenstein durante la Segunda Guerra había pinturas de artistas como Renoir, Fragonard, Hals, Moreau, Ingres, Rembrandt, Pissarro, Roslin, Daumier y Goya, además de manuscritos, tapices y dibujos. Ver documento

 

Verdaderos tesoros que eran codiciados por el nazismo de dos maneras: las obras clásicas y que respondían al arte más germanizado o ‘arianizado’ del continente casi siempre iban a parar a las residencias privadas de Hitler, Goering, Goebbels o algún otro jerarca del partido, o se separaban para cubrir las paredes del Führermuseum, que el primero quería construir en la ciudad austriaca de Linz y aspiraba a convertir en el museo de arte más grande del mundo. Si, por el contrario, entraban en la categoría de ‘arte degenerado’ (como se referían al arte moderno) su destino más común era ser vendidas o intercambiadas por obras que sí fueran del gusto de los nazis en países neutrales, como Suiza, Portugal y España, para luego comenzar un largo recorrido del que hoy, en la mayoría de los casos, no se tienen mayores pistas o rastros.

Las controversias que giran alrededor de los Wildenstein tiene sobre sí un hecho que pareciera debilitar cualquier acusación, pues fueron víctimas de la guerra. Era Georges el jefe de la familia cuando ésta sufrió la confiscación de varias obras de su colección en mayo de 1940, en una Francia ocupada por los alemanes.

En las fichas queda claro que la mayoría de las piezas confiscadas a los Wildenstein fueron a dar a los depósitos de la ERR y que sólo unas pocas terminaron, el 17 de mayo de 1940, en posesión de Goering, quien las habría ocultado en un refugio subterráneo ubicado en los Alpes bávaros.  Ver documentos 1, y 2

 

En 1944, el mismo Georges Wildenstein escribió una columna, alegando estar muy preocupado porque a pesar del buen trabajo de los Aliados para recuperar en el terreno las obras saqueadas, quedaba pendiente la labor más difícil: restituir a sus legítimos dueños y/o herederos lo robado por los nazis. Ver documento

 

Seis años después, el 2 de agosto de 1950, la Oficina del Alto Comisionado de Estados Unidos para Alemania le envió una carta a Daniel Wildenstein para explicarle que no tenía cómo identificar más obras de las que, según la familia, les habían sido confiscadas.

 

Celos, herencias, tribunales y cirugías

 

La novela de los Wildenstein tiene otro capítulo -digno de las mejores revistas del corazón y del jet set internacional, más que de un catálogo de arte- plagado de desencuentros familiares, celos, batallas por millonarias herencias y demandas. Ver documento.

 

Por un lado está Jocelyn, esposa de Alec Wildenstein (hermano de Guy), célebre por haberse operado al menos 30 veces la cara. Cuando Jocelyn descubrió que su marido le era infiel, decidió abrir las puertas de su mansión en Manhattan con la intención de que las cámaras de televisión mostraran que de sus paredes colgaban varios cuadros que no aparecían registrados en el patrimonio que la dinastía declaraba como oficial y que, en algunos casos, habían pertenecido a judíos víctimas del Holocausto.

 

Por el otro lado está Sylvia Roth Wildenstein, estadounidense nacida en Ucrania que estuvo casada durante 23 años con Daniel Wildenstein, hasta la muerte del magnate de la dinastía de marchantes de arte, en 2001. Tan sólo 15 días después del funeral de su marido, la madrastra de Alec y Guy decidió denunciarlos a ambos por haberla convencido de que Daniel había muerto en la ruina, para llevarla a renunciar a la herencia que le correspondía, a cambio de un apartamento y una suma anual nada despreciable (cerca de 400 mil euros). En el 2005, los tribunales franceses le dieron la razón a Sylvia y sus hijastros tuvieron que desembolsar casi 16 millones de euros, mientras se calculaba el valor total de la herencia de Daniel y se le entregaba el resto.

La novela de los Wildenstein tiene otro capítulo -digno de las mejores revistas del corazón y del jet set internacional, más que de un catálogo de arte- plagado de desencuentros familiares, celos, batallas por millonarias herencias y demandas.

Pero Alec y Guy se resistían a ver cómo su madrastra les ganaba la batalla y en 2006 apelaron la decisión ante la Corte Suprema, que confirmó el fallo previo y los obligó a pagar otros 500 mil euros. No contentos, quisieron llegar hasta la Corte Europea de los Derechos del Hombre, en la que los abogados de los Wildenstein no sólo demandaron a la señora Roth y pidieron la anulación de los dos juicios anteriores, sino que exigieron una indemnización por parte del Estado francés de 50 millones de euros.

 

El diciembre del 2006, el encargado de calcular el valor de la herencia de Daniel Wildenstein afirmó que lo que pertenecía a la viuda podía acercarse a los 120 millones de euros, y eso que sin tener en cuenta declaraciones hechas por el mismo Daniel antes de morir que sumaban a la lista, por ejemplo, una colección de 180 cuadros de Pierre Bonnard, que hoy en el mercado podría costar 380 millones de euros. En el libro “Memorias de Daniel Wildenstein”, del periodista Yves Stavridès, se leen frases como “mi padre salió de sus Picasso, Bueno no de todos. Guardó algunos. Yo tengo todavía unos cuantos y no son precisamente los más malos” o “todavía me quedan 180 cuadros de Bonnard, los más bellos”.

 

A su muerte, Daniel Wildenstein también dejó una isla privada en las Islas Vírgenes, dos barcos, tres aviones y un helicóptero, decenas de caballos (era fanático de las carreras), un castillo en Francia, una casa en Suiza y un rancho de 30.000 hectáreas en Kenia. Alec y Guy, sin embargo, negaron siempre que el día de la muerte de su padre existieran aún esas propiedades.

 

Un mes antes de morir, en noviembre de 2010, Sylvia Roth Wildenstein volvió a acusar a Guy y Alec Wildenstein, esta vez por evasión fiscal y lavado de dinero, pues supuestamente habrían desviado la propiedad de varias obras de arte a nombre de fondos anónimos establecidos en las Bahamas o las habrían escondido en una caja fuerte en Ginebra (Suiza), fuera del alcance de las autoridades. Esa causa judicial sigue abierta.