Brutalidad estatal, un mal de toda la región

Guatemala puso en marcha en marzo una de las prácticas de Estado más latinoamericanas: luego de que 40 niñas murieran calcinadas en el refugio de menores “Hogar Seguro Virgen de la Asunción”, producto de un incendio supuestamente provocado durante un amotinamiento que buscaba llamar la atención sobre maltratos que allí ocurrían, sus autoridades empezaron a improvisar.

Imagen referencial de una operación conjunta de fuerzas policiales y militares para disuadir un paro de transporte pesado en Guatemala, en mayo de 2008. Foto tomada de la cuenta Flickr de Surizar

Después de la muerte de las adolescentes, el presidente guatemalteco, Jimmy Morales, ordenó el cierre temporal del refugio. Lo hizo más de tres meses después de que un juzgado de ese país hubiera ordenado un mejoramiento de condiciones, luego de que una investigación comprobara violaciones a los derechos humanos de los menores albergados.

La tragedia ocurrida el pasado 8 de marzo volvió a poner sobre el tapete la discusión que en los últimos años ha venido cobrando más fuerza en la región: los agentes del Estado, lejos de su labor constitucional de garantizar el derecho más primario de sus sociedades, la vida, se están convirtiendo en ejecutores de ellas. Las están matando.

Investigaciones periodísticas han puesto de manifiesto en años recientes casos como el de Tlatlaya, en México, donde se comprobó que agentes de seguridad del Estado abusaron de la fuerza y ejecutaron extrajudicialmente a ciudadanos.

El caso Tlatlaya ocurrió en 2014, mismo año en que 43 estudiantes de una Escuela Normal en Ayotzinapa (Guerrero, México) fueran supuestamente secuestrados por miembros del crimen organizado y desaparecidos. Aunque la PGR de México dio una explicación de qué había sucedido con los cuerpos de los futuros profesores, la versión no convenció a las familias de las víctimas, quienes siguen reclamando justicia y respuestas, además de denunciar la participación activa de autoridades locales en el crimen.

Un año y medio después del crimen, en 2016, un juzgado militar absolvió a seis de siete militares acusados de masacrar a 22 personas en Tlatlaya. Otra investigación periodística reveló que en enero de 2015, en Apatzingán (México), policías federales ejecutaron extralegalmente a más de una decena de personas. La versión oficial señalaba que cayeron por “fuego cruzado”.

Seis días antes de que las niñas guatemaltecas murieran entre las llamas, ante la mirada de vigilantes estatales que se tardaron indecibles minutos en encontrar las llaves de las celdas, el Departamento de Estado de los Estados Unidos publicó su informe anual de la situación global de los derechos humanos. En varios países latinoamericanos, concluye el informe, se registran denuncias que señalan la participación de agentes del Estado en ejecuciones extrajudiciales, violaciones a los derechos humanos o, incluso, anuencia para que grupos particulares desarrollen estrategias de limpieza social.

Ya en 2016, el reporte anual de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, organismo adscrito a la Organización de Estados Americanos (OEA), señalaba que uno de los factores clave en el incremento de violaciones a derechos humanos fundamentales como la vida, es la creciente participación de militares en labores de seguridad pública; así como la falta de controles efectivos ante abusos de la policía.

Un ejemplo de ello sería la constante negativa de la policía de El Salvador en admitir el alarmante incremento de denuncias de ejecuciones extrajudiciales por parte de miembros de la Policía y el Ejército, por las cuales el Estado savadoreño ya ha sido condenado tres veces, en menos de dos años, por la Procuraduría de Derechos Humanos (PDDH) de ese país: por la masacre de San Blas (2015), la masacre de Pajales (2015) y, más recientemente, la muerte de tres personas en el municipio de San Pedro Masahuat (La Paz), el 22 de marzo de 2017.

Peor aún, el reportaje acerca de este último caso publicado por el periódico digital El Faro, el pasado lunes 20 de marzo, llevó al titular de la policía salvadoreña a hablar de una supuesta “campaña en contra” de la institución, en su supuesto legítimo accionar contra la delincuencia.

En varios casos, la única respuesta estatal ha sido – repetida como un credo, a pesar de ser países distintos – que los agentes del Estado fueron inicialmente atacados y esto los validó para defenderse; como ocurrió en Nicaragua en 2016, con tres casos de asesinatos. En los tres, testigos y organizaciones no gubernamentales han señalado la participación de agentes del Estado.

En Venezuela, según el reporte del Departamento de Estado, además de datos que indican la participación estatal en ejecuciones extralegales también hay reportes de vínculos entre la policía y grupos irregulares que se dedican a limpieza social.

Uno de los casos más ilustrativos de esta tendencia regional, no obstante, es el de la ambientalista hondureña Berta Cáceres, asesinada el 3 de marzo de 2016. Cáceres no solo era una férrea defensora del medio ambiente, reconocida con prestigiosos premios internacionales por tal labor. Además, había denunciado los asesinatos cuasi sistemáticos de 33 ambientalistas hondureños.

Una investigación publicada en febrero de 2017 por el periódico británico The Guardian, planteó que los responsables de la muerte de Cáceres fueron militares que recibieron entrenamiento élite de parte de tropas estadounidenses. Una ecuación peligrosa, propia de la Guerra Fría, cuyas principales características parecen replicarse ahora cada vez más: militarización de la seguridad pública, limpieza social y una justificación basada en la agresión de grupos desestabilizadores ajenos al Estado.

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